DOMINGUERO

Viajes de fin de semana con origen en Pamplona

7.4.05

13/2005-Vacaciones de Semana Santa (25-28 de marzo)

Salimos el viernes y, tras una breve parada para almorzar en Daroca, llegamos a Teruel para la comida. Es muy difícil aparcar en el centro, y dejé el coche en el Ensanche. Regresamos a pie hacia el centro y consultamos en el Hotel Civera (978 602 300, 87'75 + IVA), que encontramos de camino. Me dio buena impresión, pero estaba completo. El siguiente que vimos fue el Hotel Oriente: también estaba completo, pero anunciaba un menú de 13 euros que nos retuvo allí. De primero comimos pimientos rellenos (el último hojaldre de vieira con verduras, que es lo que yo quería, lo sirvieron en la mesa de al lado), que vinieron acompañados de mejillones y con una salsa demasiado salada, y de segundo picantones y medallones de ibérico, de los que sólo recuerdo que me dejaron buena impresión. El vino, Mas Don Pedro, de Valdetormo, estaba bien. Entre plato y plato mi mujer, con buen criterio, pidió las guías de teléfonos. Fuimos llamando a todos, con un resultado cada vez más desesperanzador: desde el Hotel Reina Cristina, de cuatro estrellas (978 606 860) hasta Habitaciones Norte (636 952 945) pasando por el resto de establecimientos, en todos nos dijeron que estaban completos. La excepción fue el Hostal Aragón (en el 978 611 877 salía un ruido raro), así que cuando en la Posada del Tozal (978 601 022) nos dijeron que quizás hubiera una habitación, pero que deberíamos pasarnos por allí, ya teníamos tarea para la sobremesa.
Después de varias vueltas de más (ocasionados por mi dificultad para interpretar una frase tan sencilla como 3a Calle a la izquierda / 3rd Street on the left que vimos en un cartel) llegamos a un lugar conocido: en mi anterior visita a Teruel recalé en el bar que hay en los bajos de la posada, donde puedes tomar la consumición mientras disfrutas del pequeño museo etnográfico que cuelga de sus paredes. Conseguimos la última habitación disponible, un cuarto en la tercera planta, que disponía de un baño (la planta, no el cuarto) situado en el balcón. Un cartel en la sala que hacía las veces de recepción y oficina, situada en la primera planta, a una cortina de distancia de la cocina, explicaba algunas cosas. Según decía, en ese lugar había una posada desde el siglo XV, y en el bajo ahora ocupado por el bar se situaban las caballerizas hasta hace poco. El edificio, naturalmente, ya no era el del S. XV, pero desde luego tampoco era del XX. Por eso, la carpintería que no encajaba, el piso inclinado, las paredes encaladas, las jofainas en los rincones, las vigas de madera, las baldosas de terracota con colores y desconchados variados, la pátina de años en los interruptores, el polvo de meses en los cuadros, todo formaba un conjunto armónico en aquel viaje al pasado que no habíamos planificado. La habitación tenía una llave de latón de las que se pueden encontrar en los anticuarios. Dentro, una cama, una silla, una mesilla, dos percheros en la pared y un armario de luna de un cuerpo en el que, pese a mi discreta talla (mi talle, sin embargo, resulta mucho menos discreto), la cabeza me quedaba fuera. La encargada, a juego con el inmueble, me recibió con un trozo de pan y una sardina en aceite en las manos cuando bajé a pedir los carnés de identidad. Por 33 euros puedes vivir una experiencia diferente en un marco incomparable, y la idea de repetir alojamiento en viajes futuros no se me quita de la cabeza.
Di una vuelta por la ciudad (la catedral con su techo de madera muy decorada, la iglesia donde reposan "Los amantes de Teruel", varios campanarios mudéjares de bellos diseños, edificios modernistas, elevados viaductos, calles con sabor...) y luego fuimos a Albarracín. Es un pueblo que hay que conocer y cuya belleza no quiero empezar a elogiar porque me quedaría corto. Dimos un breve paseo y regresamos con poca luz. Poco después de las ocho estábamos en la Plaza del Torico, en una buena posición para ver la procesión, que acompañan de un estruendo de bombos y tambores. Los balcones aparecían engalanados con carteles y pancartas (AVE por Teruel, Autovía por Alcañiz, ¡Teruel existe!).
Más tarde quise repetir con mi mujer las sensaciones aromáticas que recordaba de cuando, en compañía de Koldo, practiqué mi pobre inglés y mis más pobres habilidades de dibujante para entendernos con Uwe, un trabajador de la antigua Alemania del Este que conocimos en un viaje anterior, entre platos de jamón de Teruel y vasos de somontano de Huesca. Después de la procesión todos los establecimientos estaban muy llenos, y probamos a entrar en uno que mostraba sitio. No supe interpretar ese indicio. Faltaba un espejo para comprobar que no nos habíamos vuelto invisibles, pero ocupando dos taburetes en la barra, con madre e hija yendo de un lado para otro, nadie reparaba en nosotros. Los recursos del local para amenizar la espera eran el equipo de música con los 40 principales y el televisor con EHS TV (un canal de televenta, sólo anuncios, lo aclaro por si alguien tiene la suerte de no saberlo) compitiendo en decibelios y entre ellos, unas fotos dedicadas de David Civera. A los cinco minutos de espera obtenemos respuesta a un saludo lanzado a la desesperada, pero ningún tipo de acción. A los diez minutos pedimos gritando hacia el otro extremo. Por fin aquella maquinaria ineficiente se puso en marcha: cuando la madre ya estaba junto al jamón se volvió hasta el otro extremo en busca de un plato. Luego encendió la máquina de cortar y aplicó a ella una punta seca, de la que cortó unas lonchas tirando a gruesas. Mientras comía de mala gana aquel producto seco y salado me acordaba del delicioso jamón cortado en trozos finos con arte y cuchillo jamonero. Dejamos aquello por la mitad y abandonamos el Bar Don Sancho Jamones tras abonar 4'40 por el saldo sólido y un par de cañas, al menos no cobraron mucho. Para quitar el mal sabor de boca entramos en uno de los varios establecimientos que en Teruel se llaman ROKELIN, que muestran en rótulos y posavasos con trazo grueso y fondo rosa una cara de cerdo. Seguimos un buen rato envueltos en un halo de invisibilidad y por fin llegó un buen jamón bien cortado (5 euros), un chato de somontano y una caña de barril (a 1 euro) y un cesto de pan (0'60). Aquello era otra cosa, y nos retiramos satisfechos a descansar.
Por la mañana continuamos viaje. La silueta de Jérica (http://www.jerica.com/) me atrajo, y aproveché que eran cerca de las once (buena hora para almorzar) para hacer una parada. Dimos un paseo por el pueblo, vimos la fortificación de lo alto de la villa, sobre la que se eleva la ?Torre de la Alcudia?, con un primer cuerpo supuestamente de origen romano. Lo más especial está sobre él: en 1614 el Concejo de la Villa acuerda "...Que por cuanto en la torre donde están las campanas, por estar tan ahogada, de tal suerte que de media villa hacia la plaza y la calle de Nuestra Señora de Loreto, casi no se oyen las campanas para poder ir a oir los Oficios divinos a la Iglesia Mayor, y animándose todos los vezinos y ofreciéndose que de propios pagarán, sin que pague la Villa nada, para que las campanas se manden a la Torre de la Alcudia, ansí por el gasto de obrar y poner la torre en perfición, como del gasto de subir las campanas... determinaron que se haga dicho campanario en dicha torre y se venda el Viejo..." La plaza tiene una fuente monumental y aparece en gran parte ocupada por las mesas del Bar Tino. Nos instalamos en su interior y pedimos un café con leche y, para mí, una cerveza sin alcohol. Había unos fritos con forma de bolas, y como resultaron ser de dos clases pedí uno de cada. Les llamaban bombas, y una contenía carne picada y la otra ensaladilla. Por todo ello pagamos 3'85 (ya podrían tomar nota los hosteleros de por aquí), y en la parte negativa se podrían citar las grandes voces con que trasladaba los pedidos la camarera de la terraza y el cerco negro que tenía en las uñas la de la barra. Si el día que tocaba presentarse al carnet de manipulador de alimentos se había lavado las manos, aquello quedaba ya lejos.
No había conectado el GPS, por eso no supe rodear Valencia sino que me vi camino del centro. No estuvo mal pasar cerca de los edificios de Santiago Calatrava (puedes verlos en perso.wanadoo.es/janthkm/valencia/valencia4/ciencias.html), pero me detuve a montar la ventosa, la toma del mechero, el punto de destino en la PDA, y me dejé sacar de la ciudad por la voz paciente y sabia de la maquinita. Al atravesar Sueca (entre 20 y 30 minutos) aprendí que en la costa mediterránea se paga un peaje caro en euros por las autopistas o un peaje mucho más caro en tiempo por las carreteras. Paramos en Cullera y encontramos un buffet de 8'50, y por 20 euros comimos, tomamos cerveza y pagamos los impuestos. No conocía la ciudad pero, mientas no sea presa del Alzheimer, procuraré no veranear en un sitio tan masificado. Finalmente, tras alguna vuelta de más, tomábamos posesión del espacio ("suite junior", en la denominación del hotel) que habíamos reservado en http://www.hotelpuebloacantilado.com/ (El Campello, a muy pocos kilómetros de Alicante) a las seis y media. Luego de instalarnos salimos a dar un paseo por el pueblo. Para salir de noche dejé la cámara en el hotel... ¡gran error!. Hacia las nueve vimos que se preparaba algo en el paseo marítimo, y esperamos. Nuestro primer desfile de moros (sólo concíamos de oídas las fiestas de "moros y cristianos" del Levante) estuvo muy bien: músicos, moros, un caballo haciendo las cabriolas que el jinete moro quería y una camella llamada María que a ratos bramaba y a ratos fijaba su mirada en mí. Todo el mundo haciendo fotos alrededor y yo sin cámara.
El domingo nos dimos cuenta de que había cambiado la hora un rato después del desayuno-buffet. Llegamos un tarde a la playa, donde a las 12:30 estaba programado un "Espectacular torneo medieval: justas y combates entre Caballeros y Emires por el favor de la Dama del Reino". Ya fuera por el desfase horario o por puntualidad mediterránea, el espectáculo empezó con casi veinte minutos de retraso. Rompieron alguna lanza, fingieron algunos lances y se nos hizo hora de comer. Nos presentamos pronto en el comedor y Nemesio, el camarero que nos atendió en la cena, nos dijo que teniendo media pensión debíamos haberles comunicado con antelación nuestros planes, pero que por esta vez no había problema. Tampoco habrá problema en el futuro, porque difícilmente repetiremos en un hotel de tanto precio y que, paradójicamente, no incluye bebida en el menú: hay que pagarla aparte. Por el vino de la casa, un Jumilla crianza bastante aceptable, cobran 6 euros. El precio del alojamiento por persona y hora no se queda muy lejos, así que en el futuro me mantendré a distancia de ese lugar.
Por la tarde quise dar una vuelta por el interior (Elche, Elda, Villena, Ibi, Alcoy), pero la búsqueda de El Huerto del Cura en Elche se me complicó y tardé mucho en encontrarlo. Entre medias fui a buscar el yacimiento arqueológico de La Alcudia y lo encontré cerrado. Vi muchos huertos, pero el del cura se resistía. Al final lo encontré (y aquí va un brindis por los ancestros de la turista que me orientó en dirección opuesta, haciéndome recorrer a pie algunos kilómetros de más) muy moderno: exigían cuatro euros por entrar y en el precio se incluía el uso de una audio-guía que, si se rechazaba, no daba lugar a descuento. Hice fotos de cactus y palmeras (y de sus etiquetas) y paseé mientras una luz menguante todavía bastaba para hacer fotos. Algunos grupos de turistas me provocaban vergüenza ajena pero aguanté porque, una vez en la calle, cada uno por su lado.
De regreso en el hotel, un rato de televisión que me resultó fatídico: en una hora sobre un sillón inadecuado me provoqué un lumbago que me dura más de una semana y tiene cuerda para otra.
Y el lunes emprendimos el regreso, remontando por los peajes de la costa, hasta parar a comer en Peñíscola. Recordaba su perfil de mis primeras visitas hace treinta años. De otra visita hace unos quince recordaba cuestas con puestos de venta. El recuerdo de esta vez será una sucesión interminable de turistas mosconeando aturdidos entre la infinidad de tiendas de ropa, recuerdos y tascas artificialmente típicas. No quisimos que se hiciera tarde, y a eso de las dos ocupamos una mesa que quedaba libre en la calle, en la jurisdicción del Restaurante Centro, Casa fundada en 1954, Plaza Blas Pérez 1, Tel. 964 48 00 60, 12598 Peñíscola. Menú seco, 10 euros; cerveza, 2 euros; segunda ración miserable de pan seco, 1'5 euros, suma e impuestos 27'29. La paella que trajeron de primero estaba en su punto, pero... ¡a la hora de haber pedido!. Entre las dos y las tres vimos pasar mucha gente, pero pocas nubes: una grandísima y negra se instaló pronto y estuvimos pasando frío mientras la comida se retrasaba y se retrasaba. No recuerdo los segundos ni el postre (a elegir, postre o café), pero por si se me olvida el nombre de un sitio al que no quiero volver he anotado la dirección completa. El ticket marca las 15:27.
A las seis menos cuarto llegábamos a Morella, que yo había visitado recientemente en un día frío de mucho viento. No llegamos al castillo, pero hicimos un amplio recorrido por sus calles. Reparé en que se repetían tiendas de punto presentadas como artesanía, y fue inevitable entrar en una de ellas y salir con un recuerdo en forma de chaqueta de señora. Y, por si la memoria falla, el recuerdo de otra fue una pulsera. Hacia las seis y media continuamos viaje, con una breve parada en Tudela para que el sufrido conductor estirase las piernas y enderezase la dolorida espalda.
En el viaje de ida fueron 857 km., algo más de 100 lo andado por allí y 808 los de la vuelta.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

16 de marzo de 2013, 9:17  

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