DOMINGUERO

Viajes de fin de semana con origen en Pamplona

26.2.05

08/2005-Morella y La Oliva en solitario

El viernes asistí a una charla de Eloy Tizón. Se trata de un escritor nacido en Madrid en 1964 que publica poco pero escribe muy bien. He comenzado la lectura de su libro de relatos "Velocidad de los jardines".

El sábado salí un poco más tarde de lo habitual porque no tenía que recoger a nadie y me entretuve con el desayuno. Había pronósticos de mal tiempo y en Pamplona llovía, así que tomé dirección sur. Al cabo de una hora la lluvia había quedado muy atrás, y un cielo claro con sol brillante y algunas nubes muy blancas me acompañaron durante casi todo el día.

Esquivé Zaragoza por una variante trazada por el oeste. Al pasar por Fuentes de Ebro me llamó la atención una esbelta torre, de la que tomé nota para regresar otro día. De momento quería llegar más lejos y no quería empezar a pararme mucho. Pero la iglesia en la zona más alta de Quinto me atrajo más y pensé en aprovechar la parada para almorzar. Eran casi las once y media. Llegué con el coche hasta cerca de la iglesia, que estaba toda muy nueva y restaurada. Fotografié, sin leer, el panel explicativo. En casa he leído que el edificio quedó tan maltrecho durante la guerra civil que construyeron otra iglesia en la parte baja del pueblo. Luego consolidaron las ruinas y la restauración llegó entre 1996 y 2003. Eso explica la inscripción con trazo vacilante que se puede leer (el panel informativo se refiere a él diciendo: "Destacan en el ábside pentagonal los hermosos ventanales de traza gótica. Se cierran con yeserías y alabastro...") en uno de los ventanales: "JL L.G. AÑO 1998 F Q H 7 7 1998", con la peculiaridad de que el rabo de la letra Q apunta a la izquierda. La torre, con sus dibujos geométricos en ladrillo, resulta notable. La casa de cultura lleva el nombre de Jardiel Poncela (cuyo padre era de Quinto) que de niño pasó largas temporadas en el pueblo.

Quería atender también el cuerpo, y me dieron las doce comiendo un bocadillo de chorizo, empujado por una caña de poca cerveza con mucha gaseosa. Era de lo poco caliente disponible en el que parecía el único bar del pueblo: NIRVANA - CERVECERÍA - HELADERÍA - SNACK-BAR - CAFÉ-BAR - bonoloto, primitiva y quinielas. El ambiente era muy masculino: una docena de hombres, la mayoría entrados en años, acodados en la barra, tras la que encontraban algún aliciente. Allí se movía a sus anchas una camarera de menos de treinta, con unos vaqueros un poco rotos, zuecos azules, jersey de punto de color blanco bajo el que era imposible no reparar en un sujetador negro. Morena de cara, pelo moreno y largo atado atrás, labios perfilados con una raya fina más oscura, tal vez con un aporte de silicona, cejas depiladas semanas atrás, a las que regresaban los pelos arrancados. Completaban su sobria decoración unos pendientes de aro plateados, grandes, y un punto de indolencia que mostraba muy a las claras su absoluto dominio de la situación. Las mesas estaban cojas y bastante abandonadas, y sólo tras la entrada de una mujer, cuando yo ya llevaba allí un cuarto de hora largo, salió con una bayeta a recoger de una mesa unos restos viejos de pipas y patatas fritas. Los tres euros y medio que me cobró me parecieron ligeramente caros, pero como está tan lejos no tengo que pensar si volver o no.

En la plaza de España está a un lado la carretera, al otro el ayuntamiento, frente a la carretera la iglesia y frente al ayuntamiento el bar. En la acera del bar un montón de jubilados, las espaldas resguardadas del viento y el sol de frente, ven pasar la mañana. Un contenedor de basura sin frenar me golpea el coche. A las 12:20 salgo de Quinto. A las 12:30 paso por Azaila, donde un indicador anuncia un yacimiento palenteológico. No consigo dar con él, pero encuentro el vertedero. A las 12:45 paso por Híjar, que tiene una iglesia en lo alto que destaca sobre el conjunto del pueblo. Y diez minutos después me detengo a ver la alta chimenea que, en el horizonte, echa un humo blanco como si estuviera fabricando las nubes. No puede ser otra cosa que la central térmica de Andorra. Y en las afueras de Alcañiz me meto al supermercado a comprar ingredientes para un bocadillo, pensando en que así gastaré menos tiempo en comer. Pero como no tengo ninguna obligación, me dejo mecer por los acontecimientos y los paisajes: me detengo poco después para fotografiar la silueta de la iglesia de Alcañiz, con sus cuatro torres y cimborrio, y reparo en el HOTEL SENANTE RESTAURANTE (Ctra. Zaragoza 13, Tel. 978 830 550). A su izquierda está el concesionario Ford Senante S.L., y de la gasolinera contigua me atrevería a aventurar el apellido de algún accionista. Hay un menú del día con cuatro primeros y cuatro segundos por 10 euros, y un menú especial con el doble de opciones por 18, ambos IVA incluido. Me apetece más una menestra de verduras en el plato que el previsto bocadillo de jamón, y me meto.

La menestra estaba buena, y de segundo tomé manitas de cerdo con pisto. El cerdo no estaba del todo depilado, y un pelo más largo y moreno debía ser de alguien de la cocina. Comí con cierta aprensión, sin esforzarme por limpiar los huesos. De postre pedí mousse de chocolate, y acompañé todo eso con agua mineral. Antes de las dos y media estaba nuevamente en el coche y seguí avanzando, consciente de que al día no le quedaban demasiadas horas de luz y había que volver.

La iglesia de ladrillo y los tejados de Valdealgorfa se confunden con los tonos terrosos del terreno, donde sólo se ven olivos y almendros. Luego viene un empeoramiento de la carretera, que pierde anchura y arcén y gana mucho en curvas. Me costó bastante recorrer los últimos kilómetros, y poco después de las tres y media llegaba a Morella. El viento, que durante el viaje sacudía el coche, se cebó conmigo una vez que me vi sin protección. Llevaba encima mucha ropa y no pasé frío en el cuerpo (la cara, orejas y manos, como si fueran ajenas), pero me vi empujado y zarandeado. Aun con esas penalidades la visita merece la pena, y como no te voy a contar muchas cosas puedes visitar www.morella.net y www.dipcas.es/musesos/Cmorella/home.asp

Morella conserva toda la muralla que rodea la ciudad, con seis puertas y catorce torres. Sus calles mantienen el trazado antiguo y otros atractivos por los que su ayuntamiento y las cortes valencianas solicitan la declaración de Patrimonio de la Humanidad por parte de la UNESCO. Tiene además un alto peñasco donde, naturalmente, hay un castillo rodeado a su vez por otra muralla a media altura. Da la sensación de ser inexpugnable, y de hecho nunca fue rendido el castillo en ataque frontal o sitio. Durante la reconquista fue tomado por traición de los de dentro, y en las guerras carlistas Cabrera se hizo con él accediendo con escaleras de madera a través del excusado (bueno, el general recibió la gloria y algunos soldados cuyos nombres pronto se olvidaron serían los que bregaran con los excrementos aquel 25 de enero de 1838).

Aprovechando un hueco de la roca bastó una pared para construir el calabozo donde, según la tradición, estuvo preso el príncipe de Viana. Arriba del todo, a 1072 metros de altitud, la plaza de armas tiene un aljibe de la época romana con brocal medieval.

Algunas cosas curiosas que se ven desde lo alto son:
- la plaza de toros, dentro del recinto amurallado, aprovecha el desnivel del terreno para hacer las gradas en torno a media circunferencia, al estilo de los teatros romanos. La otra mitad carece de asientos.
- El campanario de la iglesia es una espadaña de dos pisos, con campanas nuevas (el bronce todavía brilla) dotadas de mecanismos eléctricos para voltearlas.
- El acueducto, con arcos ojivales.

La iglesia gótica tiene dos puertas a un lado. La mayor está siempre cerrada, y se accede por la pequeña, que tiene una decoración tan elaborada como las puertas principales. Cruzándola se llega a una estructura de madera con otras dos puertas a los lados, y en frente se puede ver el horario de visitas. En la puerta de la derecha había un papel con una chincheta (PROHIBIDO EL PASO), y a través de un cristal se veía una mesa con libros, folletos y recuerdos. Se veía de perfil a un fulano con bigote y gafas en actitud de leer, con una estufa eléctrica cerca de un costado. Ensartándolo en un pincho giratorio se podría hacer con él guripa "a l'ast". Y hablo de él con tan poca simpatía porque había entre las puertas una pareja detenida por el papel de la prohibición. Probé sin mucha convicción a girar el pestillo de la puerta no prohibida, pero no logré moverlo y me resigné a irme sin visitar la iglesia. Pero cuando me alejaba por la plaza vi que salía un grupo de turistas en los que me había fijado antes en el castillo, así que volví sobre mis pasos y vi que no había ningún obstáculo para entrar,.. ¡bastaba con empujar la puerta!. El vigilante había inutilizado la puerta de acceso más natural para evitar que le entrase frío con los visitantes y había puesto un cartel muy equívoco.

Ya en el interior, la visión es magnífica pese a las tinieblas reinantes. Hay un gran órgano barroco frente a la puerta, y un enorme retablo barroco que cubre por completo el ábside, incluyendo laterales y techo. Al coro, seguramente un poco más tardío, se accede por una escalera de piedra, decorada con relieves entre el pasamanos y los peldaños, que da una vuelta completa alrededor de una de las columnas principales de la nave central.

A las seis menos cuarto todavía estaba dentro del recinto amurallado, ya camino del coche. El coche se empezaba a mover a las seis, y tenía que desandar los 374 km. que había recorrido. Superé sin dificultad un control de carretera antes de llegar a Alcañiz (alguna ventaja tendrá cumplir años), y paré a echar gasoil. Ya eran las siete y cinco y era de noche. Ya sin más paradas llegué a casa a las diez y cuarto, habiendo recorrido 758 km.

El domingo salí también solo, hacia las nueve y cuarto. El cuentakilómetros del Peugeot marcaba 75.906 y tenía intención de quedarme más cerca. Eran casi las diez cuando tomé una carretera desde el polígono industrial de Caparroso hacia Carcastillo, y la lluvia de Pamplona y la nieve del Carrascal habían dejado paso al sol, que se colaba entre las nubes. Entré con el coche a Traibuenas, donde no parece haber nada que ver. En Santacara también me detuve: de un torreón queda menos de la mitad, más grueso por arriba que por abajo. En Murillo el Fruto hay estelas funerarias. Dos están en un jardín que rodea la iglesia, y hay tres entre los sillares, formando parte del muro por encima de la puerta, en una zona retocada con mucho más cemento que el resto. Unos carteles de tráfico de buen tamaño advierten con el correspondiente dibujo de la prohibición de circular en coche o moto "EN PLAZA AYTO. Y RECINTO ESCOLAR - SE SANCIONARA POR VALOR DE 90'15 euros". Si hemos de buscar culpables por la inflación asociada a la entrada del euro y los redondeos, no será en este ayuntamiento.

A las once estaba en el monasterio de La Oliva. Compré mi entrada y un estuche de tres botellas de tinto crianza (1'80 + 15 euros), dejé el vino en el coche y entré a la zona del claustro. El claustro está restaurado y desde él se accede a la cocina (S. XII), abierta y muy deteriorada, dominio de las palomas. Justo al lado, el espacio donde estuvo el refectorio, y a continuación el ausente scriptorium. En este punto se acabó la paz: un grupo de impresentables, comentando a gritos sus tonterías, me alcanzaron. Tal vez estrenaran las polainas, porque de otra manera no me explico qué hacían con ellas, perfectamente impolutas, puestas. "Con polainas y a lo loco", pensé. Me demoré un poco observando las canalizaciones de agua y dejándoles que siguieran a su ritmo para perderlos de vista cuanto antes. La sala capitular está provista de asientos y cerrada con cristal, supongo que la seguirán empleando. En el centro del claustro hay un pozo profundo y ancho, con paredes de sillar. Allí los visitantes han ido arrojando inmundicias de todo tipo, principalmente bolsas de plástico, botellas y latas. Otro elemento ajeno es el helecho llamado lengua de ciervo (phyllitis scolopendrium) que crece entre las piedras, en el lugar aparentemente más incómodo e inadecuado. La iglesia es grande, y el exterior tiene una decoración sobria, en la que destaca la fila horizontal de figuras situada encima de las arquivoltas y la minuciosa decoración vegetal de los capiteles. En la parte superior hay elementos neoclásicos (me sorprende una torre central con balcón) y las cigüeñas parecen encontrarlo todo en orden. Ya en el exterior reparo en lo bien planteada que está la portería: un gran arco de no menos de tres metros de profundidad resguarda la puerta de las personas y la de los carruajes. El espacio del torno ha sido tapiado y en su lugar hay un portero automático con cámara de vídeo. Y al otro lado de la carretera está la moderna bodega, junto a los viñedos.

Seguí mi mapa fabuloso (porque en ocasiones se da a la fabulación) y busqué en los alrededores de Sádaba el monasterio de Cambrón, con el mismo resultado que si manejara el mapa de la Atlántida, de Eldorado o de la tierra del Preste Juan. Probé por las distintas carreteras de acceso a Sádaba y vi a lo lejos un edificio moderno de ladrillo, con torre y campanario como de los años 60-70. Pensé que sería un monasterio moderno y me acerqué a comprobarlo. Al verlo de cerca me pareció un edificio abandonado a punto de entrar en la cuesta debajo de la ruina. En el piso de arriba faltaban la mayoría de los cristales, y las ventanas quedaban cerradas por unos ventanillos de madera ya muy atacada por la humedad. Un par de vehículos denotaban alguna presencia humana, y los carteles de la escuela-taller de rehabilitación me confirmaron el estado de abandono. Desde lejos vi que alguien había salido, y me acerqué a la puerta de cristal. Vi que dentro, cerca de una segunda puerta, había alguien. Empujé, entré, y vi a un hombre todavía joven sentado en el suelo.
- ¿A quién busca? - me preguntó.
Y, mientras yo preguntaba si no había por allí un monasterio, me iba situando como cuando emerges desde el fondo de una piscina: reparé en un pasillo lleno de gente y humo, volví a ver el hombre sentado en el suelo. Surgido de la nada se acercaba otro hacia mí con la mano tendida:
- Jefe, ¿me da un cigarrico?
Le contesté que no tenía, que no fumaba, y salí del manicomio muy impresionado.

A la una y veinte seguía dando vueltas por los alrededores de Sádaba para encontrar el mausoleo de los Atilios (he visto varias veces el cartel entre Sádaba y Layana) y el mausoleo de la sinagoga, este último particularmente esquivo. Seguí la dirección del cartel con flecha, para encontrarme en la carretera que discurre junto al canal. Nada más entrar, una señal de circulación prohibida que ignoré después de haber reculado una vez y comprobado que el cartel indicaba efectivamente por allí. Después de un trecho llegué a otro sitio donde había más señales de prohibido el paso excepto personas autorizadas. Salí a una pista de tierra y aparecí en otra de las carreteras de acceso a Sádaba. Me di por vencido, visité el mausoleo de los Atilios (queda una fachada de piedra bien trabajada y la pista de acceso es buena, la visita es inexcusable) y regresé a Sádaba. Encontré a un paseante y le pregunté por la dichosa sinagoga. Me dijo que era por donde había entrado, pero un poco más adelante, que no hiciera caso de las prohibiciones, que estaba difícil de encontrar porque algún gracioso había arrancado y tirado al canal el cartel que indicaba el camino de entrada... Hice otro intento, salí a otro camino de tierra y vi un coche entre los árboles que parecía vacío. Al acercarme, algo se movió dentro. Como supuse actividad de pareja y que mi llegada sería muy inoportuna, emprendí el regreso sin acercarme más. Molesto y contrariado, no quise comer en el pueblo y fui a Ejea de los Caballeros.

Pregunté por un restaurante chino y lo había. Se llama Río Ming y, como es habitual, en fin de semana no servían menús. Tampoco era grave, con una carta de precios ajustados. Los vinos se iban un poco de precio (especialmente para un conductor solo), pero el de la casa parecía asequible. Pregunté cómo era y el encargado arrugó un poco la cara y dijo que era un cariñena. Pedí cerveza. Junto al rollo de primavera ofrecían rollito, al doble de precio. Me dijeron que era más pequeño y más rico, y que venían cuatro en el plato. Llegaron sobre unos cuadrados de lechuga y con una tacita de salsa. Después de que me viera comer el primero con tenedor y cuchillo, el encargado me dijo que se podía envolver el rollito en la porción de lechuga, untar en la salsa y morder. También había pedido arroz con curry y ternera, empanadillas y brotes de soja fritos. El arroz estaba bueno (siempre está bueno), las empanadillas eran con pasta cocida, en cuanto las vi las reconocí, y la soja venía acompañada con unos trozos de cebolla. Quedé ahíto, sobró comida y pasé directamente al café. La cuenta no llegó a 15 euros.

Me abrigué bien y me di un paseo por la ciudad. La iglesia de San Salvador tiene un campanario con almenas y matacanes que la hace muy especial. La iglesia de la Virgen de la Oliva estaba abierta, pero con un funeral a punto de empezar no me pareció oportuno entrar. En este caso la torre del campanario no se eleva más allá de uno o dos palmos sobre el cuerpo central. Me entretuve más tiempo junto a la iglesia de Santa María. Las cigüeñas invaden su torre mudéjar (en una foto me salieron doce, y había más) y se acumula guano y algunas ramas traídas para los nidos. Con el viento que hacía, algunas volaban de lado y otras permanecían suspendidas en el aire un buen rato antes de posarse. Entre ellas la proximidad también provoca roces.

A las cinco y media paré a hacer una foto (quizás la última) al único paño de muro que queda en pie de una torre entre Ejea y Erla, de lo que fue el castillo de Santía. Un poco más adelante está el castillo de Paúles, reconstruido en 1926. Luego entré con el coche a Erla y pasé bajo un arco ojival de una construcción anexa a la iglesia, que supera por mucho la altura de su tejado pero no alcanza a la del campanario: se trata de la torre de Señorío, del S. XV. (www.cepymearagon.es/usuarios/erla/iglesia.htm, más fotos en www.cepymearagon.es/usuarios/erla/album.htm)

Luego entré hacia Luna, por donde pasé a las seis y cuarto. Diez minutos después me paré en el castillo de Villaverde, que es un torreón de sillares muy bien conservado situado entre la carretera A-1103 y el río Arba de Biel. Cerca de las siete menos veinte hice unas fotos de El Frago desde la carretera. Creo que merece una visita más detallada. En el siguiente cruce tomé hacia Luesia y ya de noche fui a Uncastillo, Sádaba, Carcastillo, Santacara. Al entrar en Pamplona se presentó la nieve. Llegué a casa justo doce horas después de haber salido, y el coche hizo 368 km.