DOMINGUERO

Viajes de fin de semana con origen en Pamplona

11.1.05

02/2005-Vitoria

El final de las navidades ha sido bastante apretado. El 5 por la tarde estuve con Antxon mientras sus hijos asistían a la cabalgata de Reyes. Luego cenamos en su casa, se presentó Ignacio y estuvimos un rato de tertulia. El 6 nos invitaron a comer en casa del cuñado Joaquín, y estaba también su suegra (y la mía, que es la misma). El 7 estábamos invitados a comer en el restaurante Alhambra. No será fácil ni frecuente que vuelva, y eso que todo estaba muy bien. Pero cuatro menús a 33 euros y dos botellas de vino de 23 euros, y adornos e impuestos subieron la cuenta hasta los 221 euros.

Tras recogernos la ropa de abrigo nos acompañaron a la mesa reservada y pronto trajeron un frito y un chupito de crema con un poquito de jamón frito flotando. Luego, una ensalada con variados ingredientes, incluyendo langostinos pelados a la plancha. Después, una ración de pasta con trufa y hongos, y luego el plato fuerte, a elegir entre estofado de solomillo, magret de pato y rape, y todo estaba bueno. De postre, milhojas de crema de arroz con leche y helado. Lo acompañamos con Contino Crianza 2001 y 2002 (lo catan en http://elmundovino.elmundo.es/elmundovino/fichavino.html?param=6033). El panorama risueño terminaba cuando una amiga me comunicó que su padre había fallecido. Nos íbamos a ver estos días, pero no esperaba que fuera en el tanatorio. Hacia las diez andaba buscando taxi para ir a Cizur, donde Ignacio había preparado una cena informal para celebrar su cumpleaños. Se hizo tarde.

La excursión del sábado se canceló el viernes a la noche por indisposición febril de Luis, que atravesaba una gripe o dolencia similar. Me quedé en casa y aproveché para leer algo: terminé "Luna negra. La luz del Padre Pateras", de María Vallejo-Nágera (http://www.belacqva.com/libro2.asp?idlibro=28594), que describe a través de la historia de una joven nigeriana que llega en patera a Tarifa el duro viaje que emprenden los inmigrantes ilegales. Empecé "La aventura del tocador de señoras", de Eduardo Mendoza (http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/mendoza/tocador/tocador1.htm). Divertido, ácido, ligero, es un placer leerlo. Años atrás había leído alguna de sus novelas, y ahora celebro que recientemente sólo he leído "Sin noticias de Gurb" y "El año del diluvio", lo que me permitirá releer alguna y descubrir otras.

El domingo Maribel me hizo esperar algún minuto, a los que se sumaron los que Sos nos hizo esperar. Después tomamos el camino de Vitoria, atravesamos alguna niebla y nos encontramos con un día de luz radiante y temperatura gélida. Hacia las 10:25 entrábamos a la oficina que gestiona las visitas a la catedral (http://www.catedralvitoria.com). Es preciso adquirir una entrada (3 euros, no es cara para lo que ofrece) que permite acceder al interior dentro de un grupo limitado a un máximo de 15 personas, que te es asignado en función de la disponibilidad. También puedes hacer una reserva con algunos días de antelación en el teléfono 945 255 135. Nos dieron entradas para el grupo de las 11:30 y fuimos a buscar ese almuerzo que, cuando falta, deja la mañana triste e incompleta. Siguiendo un trecho de frente tras la cuesta abajo, vimos en una esquina a la derecha una cafetería con bastante gente y el mostrador muy bien adornado con platos de pinchos. Los tres optamos por uno consistente en un pequeño bocadillo de tortilla de setas y jamon, con un poco de mahonesa, recién hechos y por tanto todavía calientes. Excelente, lamento no haber apuntado el nombre de la cafetería. Pero como la conozco de vista, volveré en la próxima visita. Nos demoramos en su interior más de lo necesario, porque en la calle hacía mucho frío. En eso estaba casi todo el mundo de acuerdo, excepto una pareja que discutía en voz alta al otro lado de la calle. Él llevaba una camiseta negra que dejaba traslucir torso y bíceps de gimnasio. Ella vestía a juego, (quiero decir también de manga corta), y desconozco el origen de su desfase térmico superior a los 20 grados. Otros trasnochadores con los que nos cruzamos vestían con más capas. Yo, con cuatro, iba casi sobrado de ropa.

Poco antes de las once y media nos acercamos nuevamente a la taquilla, se presentó la guía y salimos a un costado, en la calle. Nos hizo una breve reseña histórica de la ciudad, que pasó de aldea a villa amurallada y que abordó la construcción de la catedral extramuros porque no cabía dentro del recinto. En los bajos de una sacristía añadida en el S. XVIII nos pusieron unos cascos de obra y siguieron las indicaciones. Para entonces yo había decidido seguirla de cerca (recordada la prohibición de hacer fotos prefería oír bien las explicaciones). Fuimos haciendo un recorrido, jalonado de paradas, intervenciones de la guía y seguimiento de las evoluciones del puntero láser, que transcurrió en buena parte entre el suelo y el techo, por un andamiaje que discurría entre las estructuras y los refuerzos de la catedral. Es impresionante, aunque recuerdo que la primera visita, un año atrás, me dejó mucho más sorprendido. Se ve el interior y las entrañas del edificio, que ha sido excavado: un par de metros bajo el nivel del suelo hay enterramientos, y más de 600 esqueletos habían sido retirados. Sólo habían dejado para muestra uno del S. XII. Entonces encontré la explicación al olor nauseabundo que, de tiempo en tiempo, me venía a ráfagas. Tenía un foco más cercano, algo menos de un metro a mi izquierda. La guía, de veintipocos años, cutis terso y aspecto aseado, padecía de una fuerte halitosis cuyos efectos dejé de sufrir a partir de la siguiente parada, cuando ya empecé a situarme a una distancia segura. Aunque recuerdo su nombre, no lo diré aquí porque entiendo que es un problema involuntario. Terminó la visita en el pórtico y una guía auxiliar que cerraba el grupo en silencio nos fue repartiendo un folleto y un adiós.

Eran las doce y cuarto, hacía frío y era pronto para comer y tarde para ir a otro sitio. Paseamos un poco, entramos en un par de iglesias y pasamos por la Plaza de España, donde se celebraba bajo los soportales un mercadillo de coleccionismo (sellos y monedas), libros y revistas y chachivaches variados. En la zona central se intercambiaban cromos en varios corrillos.

Luego buscamos sin prisas un restaurante. Uno llamado "Oh qué bueno" (o una expresión gozosa similar) ofrecía platos combinados, menú del día, raciones y pinchos, buena parte de ello con nombre colombiano. Pusimos a Sos como punta de lanza y entramos. Sos preguntó por las posibilidades de comer y el colombiano del otro lado de la barra hizo un gesto sorprendido al oír un acento familiar. Luego, con gesto desdeñoso, dijo que no había menú y nos alargó una carta plastificada para que echásemos un vistazo. Faltaba moderación en los precios y sobraba antipatía en el servicio, y regresamos a la calle. Finalmente optamos por regresar al casco viejo, donde se había secado el agua de la limpieza matutina y los locales cerrados que habíamos visto al llegar bullían a la hora del vermú. Sólo algunos de aquellos locales ofrecían comidas, pero tampoco se mostraban muy diligentes a la hora de atender. Nos fuimos de uno que, pese a contar con sopa de pescado (muy al gusto de Sos) entre su menú de 10 euros, nos ignoró demasiado tiempo mientras nos dimos cuenta de que no nos someteríamos, de poder evitarlo, al ruido que allí tenían por música. Pasamos delante de otro bar-restaurante asequible, desechamos uno demasiado caro y regresamos al primero que vimos en la calle, menú de 12 euros. Tenían casi todo reservado, pero podíamos pasar en aquel momento. Sin esperar más ocupamos al fondo la mesa que nos indicaron. Se trataba del restaurante AMBOTO, justo el mismo donde comimos en la visita de hacía un año. Pedimos alubias rojas, pencas rellenas, codillo, pato y merluza rellena. Para beber, tinto y gaseosa. Tropezón: no había gaseosa. Como la camarera americana no conocería aquel antiguo anuncio ("Si no hay Casera nos vamos") la puse en antecedentes y pedimos agua en su lugar. Pero el vino era tan malo (botella sin etiqueta ni corcho, rellenada con un brebaje tal vez diseñado para rehabilitar alcohólicos) que, como paso previo al amotinamiento optamos por pedir la carta de vinos. Pedimos un Muga tinto crianza de 13 euros (http://www.bodegasmuga.com/), que nos dejó buen sabor de boca y no nos amargó la comida. De las alubias (un par de platos, fuente y cazo) oí comentarios favorables y mi tallo de acelgas con jamón y queso y salsa de pimientos estaba bueno, aunque un poco frío. Los segundos platos también estaban buenos, pero no todo lo calientes que debieran. De los postres sólo recuerdo mi arroz con leche, y cuando pedimos café nos dijeron que
"-En la barra.
- Bien, pues la cuenta.
- En la barra también."
Fuimos a la barra y descubrimos que la comunicación interna funcionaba bien: 3 menús de 12 euros y una botella de 13 sumaban los 49 que el camarero pidió sin dudar y sin entregar nota a cambio.

Luego dimos un paseo más largo de lo previsto hasta encontrar el coche (tenía el coche bien localizado, era la calle Sancho el Sabio la que me rehuyó a la primera) y, a eso de las cuatro, emprendíamos el regreso pensando en ver algo por el camino. Salimos hacia el sur, por el puerto de Vitoria. Entramos en el Condado de Treviño y a las cinco y cuarto nos deteníamos en Quintana. Después pasamos por Benedo y nos desviamos por una carretera local para desembocar en Antoñana, que tiene una muralla y un trazado antiguo que merecen una visita... cuando no apriete tanto el frío. Vimos lo que pudimos sin bajar del coche y, ya con poca luz, seguimos hacia Estella. Paramos a tomar algo y dimos un breve paseo por la noche, y llegamos a Pamplona hacia las ocho. Una visita a un local renovado, ahora llamado Cuba Libre, resultó decepcionante por lo extremadamente alto de los ritmos latinos, y entramos después al Golden, que mantiene el mismo ambiente tranquilo de hace 25 años y añade una carta de batidos naturales de frutas tropicales. El mobiliario acusa el paso del tiempo. Tras acercar a cada uno a su casa, llegué a la mía poco después de las diez, y tuve tiempo de empezar a preparar de cena unas gulas que había en el congelador.

La caminata fue moderada, sin llegar a los 9 km., y el coche sumó 203 km. Y ya estamos de vuelta al trabajo. La normalidad regresará después, cuando la báscula vuelva a las cifras de los días previos.